La primera colección de Sean McGirr para la casa McQueen fue desastrosa y vulgar. Una odisea tan desdichada y calamitosa. Calcinada por una imperdonable ineptitud y una payasada denigrante, que lo único salvajemente rescatable fue su inspiración que se enfocó en los rústicos subversivos inicios de Lee y sus botas de pezuña con una coleta truculenta. Detractores y tibios admiradores, realmente están vigilando y siguiendo la jugada agresiva que pareciera respetar e iluminar el ejemplar legado de sus antecesores. En su no tan merecida segunda oportunidad, McGirr ha tergiversado su flojera creativa en algo persuasivamente prometedor.
Un montón de personas, singularmente, ansían ver esa acometividad extrovertida y oscura que suelen ver en imágenes y videos, cuando un Alexander dominaba el elíseo de las tinieblas y sucumbía a una audiencia con inédita valerosidad. En tiempos, donde importa más la cantidad monetaria, que una imprescindible calidad artística, es arduo ser ingeniosos sin sentir esa carga de alimentar una voracidad egoísta. En sí, es prometedor y elocuente lo que vimos. Fue lindo que retomarán un lugar sagrado e histórico – L’École des Beaux-Arts – que testimonio la hazaña diabólicamente belicosa que sacudió a la vieja guardia en contra de renegados agentes provocadores que enfrentaron un radical giro cultural en 1995.
Sinceramente, la perspectiva de McGirr fue cohesiva y fresca, vagamente avant-garde. Se notó una mejor educación y preparación que adaptara esa idea que ronda cuando piensas en Alexander McQueen. es una rebeldía excitante, positiva y ligeramente dudosa. No son soñadores o imaginativos, pero satisfacen esa necesidad por mostrar algo fuera de este mundo. El smog que iluminaba la tenebrosa oscuridad del bosque de azulejos, dio paso a los primeros looks que fueron cómicamente y ferozmente delicados. Esa filosidad tan Merlina de los Loco Adams como su precisión evocada de Savile Row, mantiene la disruptiva de liberar e incluir el audaz tailoring entre ambos géneros. Esa característica invaluable y provocativa, alza los estándares de exactitud en la silueta con aquellos suits one-breasted con solapas enrolladas y cuellos aristocráticos, jugando con los icónicos bumsters, creando un efecto de piel revelada y ocultada con encaje isabelino.
Continuo con esa visión tiernamente insurgente con pantalones flare y minifaldas de cuero desgastado y telas con estampados oxford, adornados con lentejuelas en los dobladillos. Misma divinidad hechizante prosiguió en el oscuro romanticismo de sus vestidos largos aludieron al encantamiento de la colección ‘Banshee’ y ‘The Birds’, más, la colección primavera 2017 de Sarah Burton, del cual, sirenas o diosas del mar, lucían idénticamente místicas, ornamentadas en naufragios y peces. Hermosos y agresivos relatos que fortalecieron esa alma mortificada en encontrar belleza en la podredumbre. Ese matices paralelas, se expusieron en las maravillosas creaciones hechas de tulle, chiffon, plumas y sedas, adornados con extensas espinas y ramas que se estiran al busto, cubriendo la expuesta piel y tapados como aquel mini de gasa blanca con una chaqueta dorada de lentejuelas – hervía la sangre por usar caos poético.
El vestido plateado con capucha, ligas y cadenas bordadas que seguían la corazonada de un espíritu débil – fue lo más McQueen que presentó con la fabulosa referencia del sangriento atuendo que fue martirizado en un anillo de fuegos en 1998. Una gloria comercialmente bienaventurada de arrebatar.
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