Religiosamente, Alessandro Michele, es un santo patrón. La inimaginable devoción que posee, es tan enigmática de canonizar. Su resucitada proyección artística tan barroca como maximalista y aquellos mágicos dotes que pavonean entre la aseguradora simplicidad de la primavera minimalista, fueron dispuestos en una opulencia ansiada y frenética, que sacudió las vísperas de la semana de la moda. Su debut en pasarela, ha sido una obsesión de admirar o repudiar, táctilmente. ¿El león ha despertado de su coma o nomás fue una siesta chafa y delirante?   

Con su previo lanzamiento, entendimos que las alessandro-manías, volverían a rebosar con su excesiva carga de saborizantes azucarados disueltos en brillo y color. Sinceramente, las especulaciones no eran tan inesperadas o genuinamente, revolucionarias. Ese cirquero y teatral lexicón, fue muy predecible. La estática maravilla vintage fue también un irrealismo mágico, que no pudo realizar ese impacto sísmico que realizó en Gucci, años atrás. Lamentablemente, tiene que luchar contra la rigidez estática que transmite su belleza material, porque ese punto, no convence en su ‘sensacional’ y prodigioso retorno.

Reunidos en el inhóspito fantasmal, recinto artificial ubicado en el Hôtel de Salomon Rothschild, que maravilló por su desordenada instalación llena de muebles apilados, cubiertos por finas láminas blancas, y un piso de cristal agrietado que representa metafóricamente, la sensación de Michele al ser adoptado por Valentino. Asimismo, su trabajo, devolvió al espíritu, sus emociones y sensaciones. Con tan solo aquel romántico vestido largo color rojo, que se diluía en varias capas y apresado con un cuello de ondulantes muy místicamente ‘Christine’ por su moño negro e incluyendo un bolso de gatito, se entendía que la dominación suprema de lo esotérico.  

Una riqueza de bordados, patrones, adornos, lujosa exquisitez que ornamentaba looks compasivos en dramatismo, pero con una feminidad mucho más apreciativa con la exuberancia que ha distinguido a Valentino entre los ‘60s y ‘80s, mismos periodos que Alessandro disfruta en inspirarse para reformular en una satisfactoria vivídez comercialmente artística. 

Desmantelando, las líneas de género con su primorosa androginia, marcada por la lindura, erótica y lujuria disfrazada en una sobrenaturalidad espiritual, arropada por la moda en estos dos últimos siglos, adorno con esa excentricidad justa e inclusiva, con vestidos A-line y columna, ricamente texturizados por bordados de volantes y estampados florales y lunares, tan diáfanos, que permitían resplandecer el hermoso encaje de las medias-bodies. Embelleciendo su divina ligereza pop al tener incrustados notable patrones simétricos de cristales Swarovski, fluyendo en la inconsistencia bohemia-bibliotecaria-religiosa-ochentera, adornada por su tonalidades pasteles, moños y poéticos collarines que realzaba su fervor a Isabel I de Inglaterra en encogidos sacos one-breasted.

Esos factores, se convirtieron en la delicada suntuosidad de sus accesorios. Sombreros, flexibles y playeros tan Coco Chanel llenos de plumas exóticas y crochet, sedosos turbantes de madames videntes, casquetes hippies, joyas faciales que cubrían el rostro del portador el rostro por mallas e igualmente, brillando las fosas nasales con piercing de diamantes y tacones kitten y strap relucidos por lustrosas piedritas – modernizando la rareza añeja que solamente los frikis amantes de lo peculiar, solían distinguir de la burguesía ególatra.  

Vaya, Alessandro entendió la tantalizante aritmética de Valentino o al menos, aprobó la prueba de ensayo y en su siguiente examen, que es Couture, su adorable ensoñadora hechicería, será atrevida de evidenciar, si se mantiene estoico o mera charlatanería. 

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