Me propusieron salir en Vogue, y eso no le pasa a un hombre cualquiera muy seguido. El tema, sin embargo, son los tratamientos extremos a los que se puede someter un hombre, por lo que este año probablemente me han inyectado más veces que en toda mi vida, en búsqueda de mejorar mi apariencia. Antes de empezar los tratamientos, especialmente los de la cara, no tenía muchas quejas de cómo me veía. Nunca me sentí especialmente atractivo, pero cuento buenos chistes, así que mi personalidad contrarrestaba la falta de quijada. Pero ante la posibilidad de tener una cara nueva, dije que sí a (casi) todo.
*El casi es muy importante, porque dos doctores ya me han recomendado hacerme liposucción de la lonja trasera – popularmente conocida como las agarraderas del amor – y uno me dijo que me debería de hacer en la papada. Si empiezo a hacerme liposucción a mi edad, para cuando cumpla 50 estaré peor que los gemelos Bogdanoff. Dénse una vuelta por Google para que vean a qué me refiero.
Después de decir que no a la cirugía, visité al doctor Bernando Goldzewig. Me rellenó el mentón con Restylane y me puso botox en la línea del pelo para subirme las cejas un poco. Ninguna de las dos me dolió mucho, y nadie se dio cuenta. “¿Cambiaste de crema, o dormiste mucho?” me dijo un amigo.
Yo tampoco noté el cambio en el espejo. Uso tratamientos desde los 15 años, así que el terreno ya está muy poco fértil como para notar un cambio drástico con solamente una inyección, así que seguí mis investigaciones.
Me recomendaron Kaloni, una clínica conocida por haber traído a México los robots de injerto de pelo, pero debido a que no necesito injertos (aún), nos concentramos en sus opciones de rejuvenecimiento y embellecimiento masculino. Y aquí se empezó a poner más intenso. Me inyectaron ozono en el cuello tres veces a la semana en un tratamiento llamado carboxiterapia, para marcar más el mentón. Me hicieron tratamientos láser con encimas – que huele como a pelo quemado – para reducir la grasa de la cara. Todo eso en preparación para el gran momento: la bichectomía, el procedimiento más invasivo que me habría hecho hasta el momento.
Mientras me preparaba, accedí a que Grace Estrada me hiciera microblading en las cejas, en un intento de abrir más la mirada. Al ser una versión mucho menos profunda de un tatuaje, duele ligeramente, como si te rasparas… la primera pasada. Cuando lleva 300 pasadas, sientes que la cara se te va a caer. Pero eso sí se nota inmediatamente, probablemente más que cualquiera de los tratamientos que había hecho hasta el momento. El dolor vale la pena.
Y llegó el día de operarme. Llegué sin haberlo pensado mucho, como tomo la mayoría de las decisiones muy importantes en mi vida. Y lo que suponía que duraría 45 minutos se alargó a dos horas y media, porque sufro de bruxismo y tengo los músculos de la cara muy fuertes, y porque tengo las bolsas de Bichat muy grandes. A la mitad del procedimiento quería que pararan porque me dolía mucho. Pero finalmente terminó, no hubo complicaciones, y a los 10 días ya no tenía hinchazón.
Y ahora tengo esta nueva cara. Me veo en el espejo, y siento que no se nota nada. Que sigo siendo el mismo de antes de los procedimientos. Quizás porque no han sido tan evidentes – la mayoría de la gente no se ha dado cuenta de ninguna de estas hazañas a las que me he sometido – o quizás porque te acostumbras muy rápido a tener una cara nueva. En un universo paralelo, si tuviera otro trabajo y otro estilo de vida, y estuviera haciendo hojas de cálculo en una oficina de gobierno, y no me hubiera sometido a estos procedimientos, quizás mi cara sería muy distinta. Quizás se vería más cansada, más triste. No significa que en este momento no esté ni cansado ni triste, solo significa que ninguna sensación se me nota.