Es innegable que las tres horas y media, sin olvidar el intermedio de quince minutos, abrume la vista, pero ‘The Brutalist’ es una obra cinematográfica que consagra fielmente una dramática crudeza, polarizada por la ambición y una traumática locura desorbitante. Es tremendamente drástica al plasmar la humillante dificultad de ser judío en un mundo que lo tiene acorralados y señalados, tras el caos neo-fascista de la Segunda Guerra Mundial y su adaptabilidad a un mundo hipócritamente post-moderno.
Brady Corpet construye una parábola que trasciende por su majestuosidad y encanto narrativo, que difícilmente te puede aburrir. Rebosando por contar la historia de László Tóth (interpretado por Adrien Brody), un arquitecto sobreviviente del Holocausto, pero es un ser trágicamente devastado. Confundido, repatriado, solo, estresado, pero aliviado por el nuevo mundo, al capitalismo que tanto promete gloria y riqueza, ahuyentada por la ultraderecha, llegando a Ellis Island como refugiado. Cegado por la exuberancia de Norteamérica, es trasladado a Pensilvania: “la tierra de las decisiones del mundo y la industria”.
Resistiendo a sus adicciones y miseria, agregando que la destrucción de su hogar lo destabiliza, pero su inteligencia lo salva, mudarse con su primo Attilam, el disque ‘católico’ (Alessandro Nivola) quien dirige una acogedora mueblería familiar llamada “Miller & Son”. La desesperación tumultuosa lo obliga a trabajar como diseñador, relanzando la estética vejestoria y añosa por diseños contemporáneos, flamantes y asequibles, que fomento en su paso por Bauhaus.

Aguantando la indiferencia suspicaz y la hipocresía de su cuñada, Audrey, no imaginamos su papel detonador y escéptico que lleva a tratar a László con desagrado, pero amable con una criatura extraña. Pavimentando una vertiginosa linea conductiva, forja un enganchamiento por lo que ocurrirá después. Con resonancia y monumentalidad, nos lleva a escenas con una resonante, compleja metáfora y ángulos que poco a poco, le dan sentido a cada imagen y diálogo, que las encantadoras tomas hacen justicia.
La primera parte fluye entre el progreso y la autodestrucción. Presiento que fue una carta de amor y galante coqueteo al brutalismo. Una ingeniosa y poética distorsión sobre el rechazo y el disgusto que nos provoca sus amuralladas paredes de concreto, orillándonos a apreciar su vacío con la luz mediante un análisis hacia un hombre atado a un existencialismo que lo hunde, socava su ego.
Al establecer contacto con el industrial mecenas Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce) con la indebida furia que azota al par, cuando se presenta en su mansión confundido y gritando (nervioso porque su madre se estaba convaleciendo) por la infraganti remodelación que fue encargada por sus libertinos retoños: Maggie (Stacy Martin) y Harry Lee (Joe Alywn). Con sus estantes ocultos por deslizantes puertas, un reluciente tragaluz y un sillón camastro, propulsan un desarrollo que beneficia su resurgimiento como arquitecto. Descubriendo que los resultados es un hito en el diseño de interiores, reflexiona y le pide que construya el futuro ósea un imponente e ilimitado espacio comunitario. Un monumento a su grandeza, en donde László, no se limita a las críticas y elogios; prefiere utilizarlas como un apoyo para su filosofía de vida profundamente melancólica.

Su hambre no opaca el desarrollo de amoríos que lo serenan, que ni el sexo cubre. Tenemos la fidelidad castigadora de Erzsébet (Felicity Jones) cuya discapacidad motriz, no la limita a enfrentar las manías, demencias y paranoias de su esposo, con una desgarradora pasión y delirio marital. Es la voz que ayuda al protagonista a reaccionar desde la lejanía, al notar que es utilizado como medio para un fin. Ellos tratan de luchar en un aura capitalista, que adquiere y drena su espíritu.
Corpet es tan habilidoso por capturar un desgarramiento que en la segunda parte es evidente. La relación entre el burgués y un inmigrante explotado, se torna oscura, calamitosa y amarga, al brutalizar su alma con su ego y benevolencia. El simple hecho de construir un edificio de hormigón en una colina, que perdurará por la eternidad, con un coste excesivamente alto (850,000 dólares), el director torna este cruce sentimentalista y humano como imán que atrae la belleza y el sufrimiento, conflictiva y visualmente hermosa.
Esta lucha entre israelitas y filisteos, sucumbe a una historia tensionada que captura esa decadencia modernista, que prodigiosamente, convirtió una pesada visión independiente, en un éxito comercial. Muestra cómo el arte es destruido por unos cuantos billetes y una vanidosa moral, que ostenta la corrupción mordaz de aquellos privilegiados que jamás reconocerán a la clase inmigrante como semejante, abusando de su trabajo y creatividad. Es horripilante el desván mental que provoca la falta de benevolencia de estos guardianes culturales: pomposos depredadores.
Su resonante epílogo remite a la solemne grandeza de su elenco, que junto a su mausoleos, rinden un ilustre trabajo que es tan brutal como magnífico, que si las trasladamos al siglo XXI, su encanto pedagógico jamás cesará de enseñarnos su valor, pese a que el capricho humano, prevalezca encima de la bondad.
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