Siempre he sentido una admiración silenciosa por la gente que se pone más de una gorra, que no se conforma con una sola versión de sí misma. Hay quienes van por la vida en modo avión: sin detenerse a pensar qué les apasiona o qué les gustaría explorar. Emilio Morales no es uno de ellos. Es artista, maestro de escultura, gestor cultural, diseñador de espejos, emprendedor.
Para él, cambiar de gorra no es una pose: es su manera de estar en el mundo. Hace, explora, prueba. Y en el camino va armando algo muy suyo.
Con materiales como aluminio, vinilo y espejo, crea piezas que se mueven entre lo funcional y lo escultórico. Su imaginario combina elementos del paisaje con una estética neotribal y sintética.

Su obra ha sido mostrada en espacios como Material Vol. 11 (CDMX) con Escombro, Hooogar (CDMX), El 14 (CDMX, Torre Latinoamericana), Escombro (Guadalajara), Palma Galería (Guadalajara), Artlatinou (CDMX), Luis Galería (Guadalajara), y Campeche (CDMX), entre otros.
Además, es cofundador del espacio curatorial Neo-Tortillería en Guanajuato. Actualmente se encuentra en Colombia, cursando la residencia artística Piso Térmico en Virreina.
En esta entrevista, Emilio comparte cómo convergen en su obra los espejos, los materiales y el paisaje, y cómo la docencia y la experimentación nutren sus procesos creativos.

Creciste y trabajas en Guanajuato. ¿Cómo ha influido este entorno en tu visión artística y en los materiales que eliges?
Nací en San Miguel de Allende, pero llevo diez años en Guanajuato. Llegué por la Escuela de Artes y me quedé. Mi relación con los materiales viene de familia: mi abuelo y mi papá son escultores. Crecer en su taller, lleno de polvo, hizo que el arte fuera algo natural para mí.
Ahora enseño en un taller donde mi papá también dio clases hace años. Es un vínculo especial: comparamos nuestro trabajo, aunque nuestras estéticas sean muy distintas. Vivir aquí también ha sido clave. La ciudad es un laberinto entre montañas, con casas en laderas. Paso seguido por la carretera entre San Miguel y Guanajuato. Me detengo a observar, a tomar fotos. No me interesa el horizonte, sino los elementos que lo componen: piedras, nubes, aire. Ahí empieza mi diálogo con el contraste.

Tus espejos Retvull combinan funcionalidad con formas escultóricas. ¿Cómo abordas la línea entre arte y objeto?
Retvull nació como un plan B comercial, algo más accesible sin perder la esencia. Aunque mi obra escultórica tiene más carga, ambos parten del mismo lugar: el paisaje. Trabajo los espejos con aluminio fundido, usando cera para moldes únicos. Algunos los replico, pero la mayoría son irrepetibles.
La diferencia está en cómo se usan. Un Retvull se cuelga en un baño o vestíbulo; la escultura es más contemplativa. A veces empiezo un espejo y termina siendo obra. Lo noto cuando me clavo más en los detalles. Me interesa ese límite difuso entre objeto funcional y arte.

Trabajas con materiales industriales como aluminio y vinil, pero también con elementos frágiles como el espejo. ¿Qué te atrae de esa combinación?
Me interesa el contraste. El aluminio y el espejo tienen una resistencia engañosa: si los doblas, se rompen. El marco protege, pero hay tensión. También uso materiales industriales que evocan lo natural. En Toxic Nature, trabajé con garrafas de anticongelante verde. Contrasta con la naturaleza, pero también parece surgir de ella. Lo mismo con el vinil, que me recuerda a las nubes largas del viento en marzo. Es ese juego entre lo natural y lo sintético.
¿Qué papel juega la percepción en tu trabajo?
Me interesa el desconcierto, ese momento en que interpretas una obra y luego descubres que es otra cosa. Como ver agua verde que resulta ser anticongelante. ¿Y si sí lo es? ¿O si no? Ese espacio de duda me atrae. También el contraste visual: colores artificiales con imágenes naturales. Me gusta que la obra cruce lo material y lo visual.

¿Qué influencias atraviesan tu obra actualmente?
Influye lo que consumo. Hay una estética urbana del crimen en Europa que llega al reggaetón español. Me interesa cómo se filtra todo eso. También escritores como Gerardo Arana y músicos como Saramalacara, que usan un lenguaje muy coloquial. Todo eso se mezcla en mi cabeza y luego se vuelve escultura. Mis amigos también me nutren,Paula me comparte pelis, Roberto me enseñó inglés. Aunque no se vea directamente, ahí está.
¿Cómo dialogan tus otras facetas con tu práctica artística?
Doy clases en el Instituto Allende. Me gusta ofrecer algo personal en un espacio tradicional. En historia del arte muchos se quedan en 1917; yo quiero dar otra mirada. También gestioné un espacio curatorial independiente con amigos, La Neo-tortillería. Ahí entendí cómo relacionarme de forma sana con otros artistas.

¿Tienes algún recuerdo del taller de tu papá que haya influido en tu forma de trabajar?
Sí. En Monterrey, caminábamos por un río seco buscando piedras para sus esculturas. El río era tan profundo que yo imaginaba cómo sería si estuviera lleno. Mi papá apilaba las piedras para luego regresar por ellas. Ese gesto de recolectar y equilibrar se me quedó grabado. Me sigue pareciendo algo lindo.
¿Qué consejo das a tus alumnos o a artistas que están comenzando?
En el arte hay mucho recelo, pero yo creo que todo es parte del imaginario colectivo. Si alguien trabaja en lo mismo, no pasa nada. Se puede dialogar y nutrirse mutuamente. También les aconsejo acercarse a proyectos independientes, aunque sean en casas. Eso te prepara para mostrar tu trabajo sin miedo. A mis alumnos les digo que las relaciones genuinas valen mucho, que se puede compartir sin competir.

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