Hay mundos imaginarios que a simple vista pueden parecer escalofriantes, pero que, al mirarlos más de cerca, revelan una fragilidad profundamente humana. Esa inquietante sensación que provocan no solo nace del miedo, sino también de la emoción, el afecto, la vulnerabilidad. La segunda temporada de la serie American Horror Story, titulada Asylum, es un buen ejemplo: el tono se volvió tan solemne que, en uno de sus episodios, los personajes terminan bailando y cantando, como un respiro absurdo en medio del horror. Las pinturas de Jonathan García Ayala evocan una sensación similar. Sus personajes monstruosos, envueltos en escenas incómodas o ridículas, se mueven entre lo grotesco y lo íntimo. Su pincelada suelta y expresiva combinada con la paleta de colores sombríos que emplea contrastan con la ternura, el absurdo y la tensión emocional que transmiten sus obras.
Obtuvo el Premio Bienal Nacional de Pintura Julio Castillo 2022 en Querétaro. Su obra ha sido exhibida en destacados espacios como FAMA Monterrey, Boston Art Book Fair, Playa Escandón, Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, y el Centro Cultural Plaza Fátima en Monterrey, entre otros. Recientemente, finalizó sus residencias en Rondo y en Cobertizo, en la Ciudad de México. Actualmente desarrolla su primer solo show en colaboración con el proyecto multidisciplinario La Guerrera.
En esta entrevista, Jonathan García Ayala reflexiona sobre el poder de lo monstruoso como lenguaje simbólico, la disonancia entre lo bello y lo siniestro, y cómo la pintura se convierte para él en un espacio de extrañeza, memoria y emoción.

¿Cómo fue tu infancia y qué papel jugaban la fantasía, el miedo y los monstruos en tu imaginación?
Crecí en la colonia Roma Sur, en una época muy diferente a la de hoy. Mi infancia fue feliz y generosa, sin tragedias. Siempre fui curioso y mis papás incentivaban mis intereses. A los cinco años vi El hombre elefante de Lynch, lo cual me dio pesadillas, pero también me conmovió profundamente. Ese personaje, aterrador y entrañable, marcó el inicio de mi fascinación por lo monstruoso. Desde entonces, los monstruos, y la fantasía han sido obsesiones intuitivas y recurrentes en mi vida.
Tu trabajo da forma a figuras como fantasmas, vampiros y zombies, pero desde un enfoque más íntimo y político. ¿Qué te interesa contar a través de estos seres?
El arte debe ir contra el cliché. El monstruo rompe estructuras; no encaja en categorías preestablecidas. Aunque trabajo con arquetipos como el vampiro o el fantasma, busco alterar sus representaciones. En Niño Mothman, un monstruo posando como si su papá le tomara una foto con flash, hay una mezcla de ternura y extrañeza. Además, los monstruos tienen una dimensión política. A través de ellos, la sociedad expresa lo que no puede decir de otra manera. El monstruo es una alegoría, como el hombre lobo para la homosexualidad reprimida o el vampiro victoriano para las tensiones sexuales.

Tu obra oscila entre lo bello y lo siniestro, lo cotidiano y lo extraño. ¿Cómo logras ese equilibrio?
La tensión visual es clave. Me gusta representar acciones primarias —dormir, intimar, caminar, evacuar—, pero ejecutadas por personajes extraños. La disonancia entre lo cotidiano y lo extraño crea un ambiente único. Busco siempre darle un giro a lo familiar, mirando desde ángulos inusuales para enrarecer lo cotidiano. No mirando de frente, si no más bien desde una esquina.
Hablas de la pintura como un espacio íntimo donde se fusionan memoria y ficción. ¿Qué tan autobiográfico es tu trabajo? ¿Qué papel juega tu archivo personal?
Mi obra ha pasado por distintas etapas. Antes era muy autobiográfica, pero ahora trabajo más desde la imaginación, aunque basada en experiencias personales. Tengo archivos visuales con referencias —manos, cabellos, ojos— que sirven como inspiración. Para mí, la pintura responde tanto a problemas formales, como el color y el cuerpo, como a sensaciones e intuiciones. La pintura es como un ente propio con el que tengo que dialogar, a veces me desconcierta.

Aunque el óleo es central en tu obra, también trabajas con otros materiales. ¿Qué te da cada uno de estos?
El óleo es generoso, pero a veces vuelvo al pastel, carboncillo o acuarela. Mi fascinación por Paula Rego me llevó de nuevo al pastel, por esa textura áspera que me atrae. El óleo, en cambio, se convierte en algo distinto una vez seco, casi como un cadáver. Cada material tiene su propia poética: el carboncillo raspa el papel como si dejara cenizas de un incendio. A veces, el material mismo refleja lo que quiero expresar.
¿Cuál ha sido el momento más extraño o revelador que has vivido frente a una de tus pinturas? ¿Alguna experiencia ha transformado tu relación con tu propia obra?
Una experiencia clave fue cuando pinté un mural a los 14 años en la secundaria. Fue un reto personal, un mural de 43 metros cuadrados, y lo hice durante mis vacaciones, sin remuneración. Hubo momentos de frustración, incluso lloré hincado frente al mural porque pensaba que no lo lograría, el proceso conllevo mucho tiempo, y concentración, al punto que me costó una relación con mi novia de ese entonces. Pero lo terminé. Esa experiencia me enseñó que, aunque las circunstancias sean adversas, siempre hay espacio para crear. La oportunidad de hacer algo, por más pequeño o grande que sea, es lo más importante. De alguna manera, dejé una huella.

Durante tu residencia en Rondo experimentaste con escenas diurnas y colores más luminosos. ¿Cómo te transformó ese cambio?
Fue un proceso intenso. Observar mi entorno en Tláhuac me permitió notar matices de luz y colores: tonos de tierra, grises y rosas. Aunque no busco representar mi entorno literal, mi espacio y lo que me rodea se filtran en mi pintura. Soy un observador y lo externo de alguna manera sí se convierte en parte de mi obra.
Tus personajes a menudo parecen atrapados en escenas absurdas o incómodas. ¿Por qué lo monstruoso y lo cómico suelen convivir en ellos?
Me interesa la mezcla de emociones. No quiero transmitir solo miedo o solo risa, sino cómo se cruzan, cómo se enredan. La vida está llena de momentos así: lo ridículo en medio del dolor, lo grotesco que de pronto resulta gracioso. Por eso mis personajes suelen estar en situaciones absurdas, incómodas, incluso ridículas. Uno de mis cuadros se llama ¿Por qué lloras, estúpida?, donde un fantasma atormenta a una mujer; es triste, pero también hay algo cómico en la escena. He vivido el fenómeno de la “risa del muerto”: en un funeral, alguien cuenta una anécdota graciosa y todos terminan riendo. Eso también es catarsis. La catarsis es tanto el llanto como la carcajada.

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