Por Andrés Treviño.
Todos hemos participado en discusiones sobre la masculinidad tapatía, desde quienes exaltan el estereotipo del charro como pilar de nuestra identidad nacional, hasta quienes señalan que por acá habemos muchos “jotos”.
Nada refleja esa tensión como el dicho popular de “En Guadalajara se dan los hombres” y su más reciente acompañante “entre ellos”. Por un lado, unos han querido hacer del estereotipo de masculinidad hegemónica un valor identitario local, aquí “se dan”, crecen, se forman y habitan los verdaderos hombres, mientras que otros sancionan elementos de esa hegemonía respondiendo “entre ellos”, suponiendo que acusar la homosexualidad es el comodín que gana cualquier discusión al respecto.
Estamos tan acostumbrados a identificar estas narrativas como humor, que pocas veces nos detenemos a pensar todo lo que se dice entre líneas. Hablemos primero del charro y por qué se ha dicho que acá en Jalisco SÍ hay hombres de a de veras; después hablaremos más de la jotería.
La identidad tapatía se fortalece de figuras como el charro, quien deja de lado sus códigos fijos sobre el deporte que practica, surgidos durante la colonia y se vuelve en un ícono de mexicanidad como parte de una estrategia para inventar una identidad nacional que asegurara la gobernabilidad del régimen post revolucionario. Hoy, estamos orgullosos de ser mexicanos: un sombrero de charro y una botella de tequila nos bastan para expresarle a todos que somos de acá, pero ¿por qué esos elementos?
Cuando terminó la Revolución Mexicana, más del 60% de la población del país no tenía el español como lengua materna, es decir, la diversidad étnica, cultural y social habían resistido a 300 años de colonia, pues nunca fue necesaria la imposición cultural para el mantenimiento del régimen colonial más allá de la evangelización.
Sin embargo, no era igual para la naciente República Mexicana. La “independencia” de este territorio de la corona española, se dio a manos de una élite que aspiraba a conservar intactas las relaciones desiguales de poder, pero por la diversidad de habitantes y la complejidad del territorio, hacer un gobierno que unificara esa variedad enorme de comunidades y personas fue prácticamente imposible.
En consecuencia, en esos primeros años se fragmentó el territorio, se instalaron dos imperios y sucedieron varias guerras. No fue hasta que Porfirio Diaz llegó al poder, que se tuvo un periodo de “estabilidad”, el cual permitía reflexionar sobre la construcción de una única identidad nacional. Desafortunadamente para él, su apuesta por la identidad moderna, progresista y europea no le fue suficiente para retener el poder.
Quienes le sucedieron, a través de una guerra civil, sabían que, para retener el poder, la unificación identitaria sería clave, ya que algunas de las tensiones que les impedían establecer un régimen de gobierno exitoso, partían de la otredad surgida entre los criollos – élite heredera del poder y el capital – y los indígenas – personas originarias del territorio, pero desplazadas por los colonizadores europeos y sus sucesores “republicanos”-.
Por eso, en la década de los años 30 empieza un agresivo proceso de homogeneización cultural en torno a “mexicanidad”, algo que hasta ese momento pocos sentían como propio.
Un dispositivo importante para la instalación de esa mexicanidad fue la socialización del charro como representación cultural, como lo define Guillermo de la Peña: un personaje étnico nuevo, que funcionó como puente entre criollos, españoles e indígenas. Así, el charro forma parte importante de lo que Guillermo ha señalado como “el mito del mestizaje”, a través del cual se entendió el progreso como la superación de un pasado indígena. Por eso, lo que hoy entendemos como charro, poco tiene que ver con lo que formalmente implica el deporte de la charrería, sino que más bien, representa las formas y las normas de lo que significaba y significa, ser un hombre (mexicano) de verdad.
Las representaciones culturales (especialmente en el cine) durante la llamada época de oro, fueron moldeando la masculinidad mexicana a través del personaje del charro valiente, audaz, varonil, fuerte, heroico, honorable, caballeroso, borracho y mujeriego. Como lo dice Aurelio de los Reyes, el charro cinematográfico representó un modelo de conducta para sus seguidores.
Lo que es importante destacar, es que nada de este proceso es resultado de la casualidad. La instalación de un modelo ideal de masculinidad surge desde quienes tienen posiciones de poder y buscan mantenerlas y utiliza los recursos a su alcance, como el cine y la televisión para imponer, como lo define Connel, la masculinidad que se vuelve hegemónica para este país. Su hegemonía reside en que es promovida por los poderosos y un ejemplo claro de eso, es que el presidente Pascual Ortiz Rubio decretó que el traje charro sería el símbolo de la mexicanidad.
Al hablar de hegemonía, implícitamente reconocemos la existencia de otras menos dominantes, que son sancionadas por no alinearse a lo que social y culturalmente ha sido definido como “correcto”. De esta manera, la forma más sencilla de sancionarla es cuestionar su heterosexualidad o en palabras más simples, llamarle “joto” o “puto”.
Así fue como se construyeron algunos de los roles de género para el hombre mexicano: la valentía, la fortaleza, la hipersexualización, el papel de proveedor, la individualidad y autosuficiencia entre otros. Y aunque la urbanización poco a poco fue dejando de lado la popularidad estética del charro, los valores que impuso siguen vigentes. Por ejemplo, en “La caja de la masculinidad”, un estudio realizado por Promundo en 2017, reveló que el 59% de los hombres mexicanos considera que sus padres le enseñaron a que un “hombre de verdad” debe mostrar fortaleza, incluso si se siente nervioso o asustado.
En dicho estudio también se destaca que el 49% considera que la sociedad mexicana dice que un hombre de verdad debe resolver sus problemas por sí solo, sin pedir ayuda; el 56% que es difícil para un hombre ser exitoso si no se ve bien y sin embargo, debe conseguirlo sin mucho esfuerzo, porque el 49% reconoce haber escuchado que un hombre que pasa mucho tiempo ocupándose de su apariencia es poco masculino.
El 53% de los encuestados identifica que la sociedad en su conjunto le dice que es el hombre quien debería traer el dinero a la casa, el 42% que un hombre de verdad debería tener la mayor cantidad de parejas sexuales posibles, el 48% que un gay no es un hombre de verdad y el 36% que los hombres deben utilizar la violencia para obtener respeto.
Estas estadísticas nos revelan que actualmente, a los hombres en México, sus padres y la sociedad les imponen una forma correcta de ser hombre, que implica muchos de los atributos que ya analizamos anteriormente como parte de las características de un charro de película. Estas presiones y normas rígidas llevan a los hombres a sostener lo que Kafuman (1993) ha denominado la triada de la violencia, en la que los hombres, consciente o inconscientemente, ejercen violencia hacia las mujeres y los niños, hacia otro hombres y hacia ellos mismos.
Algunas de las estadísticas mencionadas son claro ejemplo de esto: la presión de ser el proveedor o de tener la mayor cantidad de parejas sexuales nos indican que debemos sostener patrones de violencia hacia las mujeres; considerar que los gays no son hombres de verdad o que el uso de la violencia es la vía para obtener el respeto; nos lleva a ser violentos con otros hombres y el tener que mostrar fortaleza independientemente de nuestros miedos, nos lleva a violentarnos a nosotros mismos.
Si bien, estas reflexiones no son exclusivas del estereotipo del charro o de la masculinidad mexicana, sí nos permiten entender las dimensiones del problema que aceptar ese modelo de masculinidad como el hegemónico ha generado en nuestra sociedad.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Guadalajara? Al ser asociados como una de las cunas de la charrería, los hombres de por acá han estado más presionados culturalmente por sostener ese orgullo que suponía que aquí nació el estereotipo de masculinidad, que acá “se dan los hombres” y hoy, que social y culturalmente se identifica a Jalisco como un espacio donde algunos hombres empiezan a cuestionar ese modelo, se argumenta una homosexualidad generalizada, a manera de sanción.
Así como hace 90 años, desde las esferas más altas del poder, se elogió la identidad jalisciense como modelo masculino a seguir, hoy tenemos nuevamente la posibilidad de proponer otro modelo a seguir que nos libere y reivindique de esa masculinidad que, aunque no queramos reconocer, nos oprime y oprime a otras personas. Guadalajara ha apostado por posicionarse como una capital cultural. Eso incluye expresiones de las artes, el diseño y la moda, hay ahí una oportunidad enorme para los hombres tapatíos de celebrar su sensibilidad y creatividad en lugar de sancionarla.
El movimiento de la liberación sexual y la visibilidad de la población LGBT+ ha estado presente en Jalisco al menos desde 1982. Esa lucha ha conquistado espacios importantes que han convertido a la ciudad en referente de movimientos políticos, escenas nocturnas y culturales, como las culturas “Drag” o “Ballroom”, que hoy son referentes nacionales y visibilizan otras identidades diferentes a la del “macho mexicano”, a lo cual los defensores de esa masculinidad hegemónica han querido sancionar generando la narrativa de ser una ciudad de homosexuales (“Guadalajara, donde se dan los hombres entre ellos”), como si la homosexualidad fuera algo condenable y como si todos en automático por ser de acá merecen ser cuestionados en su hombría.
También en el ramo de la política, hay ejemplos importantes de otras formas de masculinidad valiosas. En días recientes, el Alcalde tapatío Ismael del Toro renunció a su reelección (que políticamente implicaba la antesala a la gubernatura) para cuidar de una de sus hijas; en una cultura donde los hombres no deben hacerse responsables de las tareas de cuidados y donde se espera de las figuras políticas un amplio despliegue de esa masculinidad hegemónica. Ejemplos como ese nos muestran que sí es posible la existencia de figuras públicas que sean referentes de otras formas de masculinidad.
En la ciudad, son muchas las personas y espacios que explícita o implícitamente apuestan por transformar nuestra forma de entender el ser hombres, por ejemplo, el colectivo “Dejar de chingar”, a quienes reconozco profundamente su labor y en especial, a uno de sus colaboradores, Gabo Molina, quien me acompañó para detonar estas reflexiones.
Espero no ser muy romántico al pensar que, una vez más, desde el occidente, podamos ser referentes de un modelo a seguir para los hombres mexicanos, uno que haya reflexionado las nefastas consecuencias de esa figura impuesta y actúe para revertir la triada de la violencia que hoy nos asfixia. Como lo dije al principio, estas son solo unas reflexiones personales. Si algo de esto hace sentido, los invito a hacer las suyas propias y a acercarse a otros hombres para discutirlas.
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Andrés Treviño es un defensor de derechos humanos tapatio. Es abogado y licenciado en relaciones internacionales por el ITESO. Actualmente se desempeña como director de Diversidad Sexual del Gobierno de Jalisco. Síguelo en Twitter e Instagram.
Obras cortesía Ana Segovia en la Galería Karen Huber.
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