El otro día me encontré con un padre y su par de hijos en el metro; seguro que fueron a ver un partido de béisbol (por sus jerseys) e iban entretenidos con algún juego en el celular. Se bajaron en su estación, el padre cargaba sus mochilas, y sentí “poquita” envidia (de la buena) por ese par de niños que seguramente llegaron bien a su hogar. 

Sinceramente, no recuerdo ver a papá afeitarse por las mañanas, quedarse dormido en la sala, o reparar lo que sea que debía ser reparado del auto o la casa; o tampoco llevándome a partidos de beis. Lo recuerdo vagamente, calentándonos un par de pedazos de pizza de congelador a las 3 de la mañana; viendo películas de Adam Sandler o prendiendo el PlayStation en domingo. Otras veces, tomando Coronas en la playa y cambiando canciones en el estéreo del auto. Lo recuerdo joven e indudablemente perdido entre sus veintes y el ser padre.

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Fotografía: Rikki Matsumoto.

Quizá mi papá, como muchos otros, no encaja en las historias que consumimos (o nos consumen) en pelis, series o libros. En dónde vemos a ese hombre de capa y espada, de oficina con buena vista y traje impecable. El que te enseña sobre “fut” y conquistas, el de horarios restringidos y palabras escasas. 

Y es que muchos crecimos a miles de kilómetros de esa realidad, incluso hay personas que crecimos a miles de kilómetros de papá. Hay quienes lo detestan, quienes ya lo olvidaron, quienes lo extrañan a diario, quienes huyen de él, quienes lo buscan, quienes dejaron de hablarle, quienes no pudieron ni conocerlo.

Si lo pensamos desde otra perspectiva, resulta interesante cómo esto nos puede afectar en lo que somos y hacemos. Pensar lo diferente que podría ser nuestra vida, de haber contado con ese “padre ideal” y al mismo tiempo, pensar que no existe tal personaje en la vida de muchas personas, y saben, eso no necesariamente está mal.

De la misma forma pasa que, de vez en cuando, te encuentras en el metro sentado frente a un papá con sus dos hijos y sientes “poquita” envidia, pero de la buena.

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